Durante décadas, la enfermedad de Alzheimer se ha asociado casi exclusivamente con la acumulación de placas de beta-amiloide y ovillos de proteína tau en el cerebro. Sin embargo, la neurociencia contemporánea está descubriendo una historia más amplia y compleja. Antes de que aparezcan los primeros signos de pérdida de memoria, el sistema inmunitario del cerebro ya muestra señales de alteración, y entre sus protagonistas se encuentran unas células poco conocidas: los mastocitos.

Estas células, tradicionalmente vinculadas a las alergias y las respuestas inflamatorias periféricas, podrían ser el origen silencioso de un proceso neurodegenerativo que se inicia décadas antes del diagnóstico clínico.
Un nuevo enfoque en la investigación del Alzheimer
El avance de las técnicas de neuroimagen y de análisis del líquido cefalorraquídeo ha permitido identificar biomarcadores inmunológicos que preceden a las lesiones neuronales típicas del Alzheimer. Entre ellos, destacan los indicadores de activación mastocitaria, es decir, las señales bioquímicas que delatan la liberación de mediadores inflamatorios por parte de estas células en el sistema nervioso central.
Esta nueva evidencia sugiere que el Alzheimer podría comenzar como una disfunción neuroinmunológica crónica, mucho antes de que las proteínas tóxicas comiencen a acumularse. En lugar de ser un proceso exclusivamente neuronal, la enfermedad se estaría gestando en la interacción entre el sistema inmunitario y las estructuras cerebrales encargadas de mantener el equilibrio químico y estructural del tejido nervioso.
Los mastocitos: guardianes que se vuelven agresores
Los mastocitos son células inmunes ubicadas en casi todos los tejidos, especialmente cerca de vasos sanguíneos y nervios. Su función es liberar histamina, triptasa, prostaglandinas y citoquinas en respuesta a estímulos externos o internos que el cuerpo percibe como amenazas. En condiciones normales, su acción contribuye a la defensa y a la reparación de tejidos.
No obstante, en el cerebro su papel es más delicado. Un estado de activación mastocitaria persistente puede aumentar la permeabilidad de la barrera hematoencefálica, permitiendo el paso de moléculas inflamatorias al tejido neuronal. A largo plazo, esta alteración favorece el daño oxidativo, la disfunción sináptica y la activación de la microglía, la célula inmune residente del cerebro que, cuando se mantiene activa de manera crónica, contribuye a la degeneración neuronal.
Evidencias en líquido cefalorraquídeo

En los últimos años, varios equipos de investigación han analizado muestras de líquido cefalorraquídeo de personas con riesgo genético de Alzheimer pero sin síntomas clínicos. En ellas se han detectado concentraciones elevadas de mediadores mastocitarios, como triptasa y quimasa, junto con niveles aumentados de interleucina-6 y TNF-alfa, marcadores clásicos de inflamación neuroinmune.
Estos hallazgos son consistentes: la activación mastocitaria aparece hasta 15 o 20 años antes de las primeras alteraciones cognitivas detectables, lo que convierte a estos biomarcadores en una de las señales más tempranas conocidas de riesgo neurodegenerativo.
En otras palabras, antes de que las proteínas amiloides comiencen a depositarse, el cerebro ya está recibiendo el impacto de una inflamación de bajo grado sostenida por su propio sistema inmunitario.
Cómo la inflamación daña el cerebro lentamente
La activación crónica de mastocitos y microglía genera un entorno cerebral tóxico. Los mediadores liberados —histamina, proteasas y radicales libres— alteran la integridad de las membranas neuronales y afectan la comunicación sináptica. A medida que el cerebro intenta compensar, las neuronas reducen su actividad metabólica, y se inicia un proceso de deterioro funcional silencioso.
Durante años, este proceso no provoca síntomas visibles, pero los estudios de neuroimagen funcional ya muestran cambios en el metabolismo de la glucosa y en la conectividad de regiones clave como el hipocampo y la corteza entorrinal, áreas directamente relacionadas con la memoria y la orientación espacial.
La barrera hematoencefálica: punto de entrada del problema
La barrera hematoencefálica, que actúa como filtro entre la sangre y el cerebro, se ve comprometida por la acción prolongada de los mastocitos. Cuando se vuelve permeable, permite que proteínas inflamatorias, anticuerpos y células inmunes periféricas penetren en el tejido nervioso, desencadenando una respuesta inflamatoria aún más amplia.
Este fenómeno crea un círculo vicioso: los mastocitos liberan mediadores que debilitan la barrera, la barrera dañada permite la entrada de más agentes inflamatorios, y el cerebro responde amplificando la activación inmune. Con el tiempo, esta microinflamación sostenida abre la puerta a los procesos clásicos del Alzheimer.
Mastocitos, microglía y proteínas tóxicas
Una vez que la microglía —la célula inmune propia del cerebro— se activa de forma continua, su comportamiento cambia. En lugar de eliminar desechos celulares, comienza a liberar citoquinas proinflamatorias que agravan el daño neuronal y favorecen la acumulación de beta-amiloide.
Las investigaciones más recientes sugieren que la inflamación mediada por mastocitos podría ser el detonante que convierte la microglía en un agente patógeno, transformando una respuesta defensiva en un proceso degenerativo. Este cambio ocurre mucho antes de que se manifiesten los primeros signos clínicos, lo que explicaría por qué algunos tratamientos dirigidos a eliminar el amiloide fracasan: atacan una consecuencia, no la causa inicial.
Predicción y prevención: una oportunidad inédita
Detectar biomarcadores mastocitarios en el líquido cefalorraquídeo podría convertirse en una herramienta diagnóstica crucial. Identificar la activación inmunitaria antes del deterioro cognitivo permitiría intervenir décadas antes de la pérdida neuronal irreversible.
Los investigadores exploran ya posibles estrategias preventivas, desde fármacos estabilizadores de mastocitos hasta terapias que fortalezcan la barrera hematoencefálica o modulen la respuesta inflamatoria cerebral. La meta es frenar el inicio del proceso en su fase más temprana, cuando el daño todavía puede revertirse.
Factores que exacerban la activación mastocitaria
La genética no es el único elemento implicado. El estrés crónico, la exposición a contaminantes, la dieta inflamatoria y ciertas infecciones virales pueden activar los mastocitos y mantenerlos en un estado de hipersensibilidad.
Este hallazgo es especialmente relevante porque sugiere que los estilos de vida que promueven la inflamación sistémica podrían contribuir indirectamente al riesgo de Alzheimer, incluso en personas sin predisposición genética. Mantener un entorno biológico equilibrado —a través de la alimentación, el sueño y el control del estrés— podría, en teoría, reducir la probabilidad de una activación mastocitaria prematura.
Más allá del Alzheimer: un nuevo paradigma neuroinmune
El descubrimiento del papel de los mastocitos en la neurodegeneración está modificando la comprensión de otras enfermedades neurológicas. Procesos similares se han identificado en la esclerosis múltiple, el Parkinson y algunas formas de depresión resistente, todas ellas vinculadas a la ruptura de la barrera hematoencefálica y a la inflamación crónica del sistema nervioso.
Esta perspectiva rompe con la idea de que el cerebro es un órgano aislado. En realidad, forma parte de un sistema inmunológico extendido donde las señales periféricas pueden determinar la salud o el deterioro neuronal.
El Alzheimer podría no comenzar con la pérdida de memoria, sino con una leve alteración del equilibrio inmunitario en el cerebro. Mientras los mastocitos permanecen activos en silencio, preparan el terreno para una degeneración que tal vez podría evitarse si se detectara a tiempo. En ese silencio biológico se esconde una lección crucial: la salud mental y la claridad cognitiva dependen tanto de la química cerebral como del orden invisible del sistema inmune que la sostiene.